viernes, 25 de septiembre de 2009

Alma guerrera

    Nació sabiendo que la vida no era un lecho de rosas. Lloró, con tanta fuerza, cayendo en el agotamiento. No servía de nada derramar lágrimas de dolor. Todos los días despertaba y respiraba. Descubrió cosas agraciadas y aterradoras, y no le fue fácil distinguir entre lo que valía la pena y lo que era en vano. 
    Recibió caricias, golpes, suspiros, gritos, agasajos, hurtos, agrados y desconsuelos. Ganó y perdió. Se peleó con la vida, no encontró su sentido y la desatendió pero siempre terminó reconsiderando, perdonando y a los abrazos.
    Al final de cada camino consiguió las armas que necesitaba para seguir luchando. Supo que debía llenarse de luz y que de esa forma tendría el escudo perfecto contra la oscuridad. La luz proveniente de los colores, las melodías, las sonrisas, las risas, la naturaleza y los buenos gestos, era la más extraordinaria protección.  
    Se tropezó varias veces con las mismas piedras y se golpeó la cabeza contra unos cuantos muros. Con rasguños, moretones y malestares permaneció en serenidad hasta recobrar esperanzas. Continuó, sin evadir ningún obstáculo, sin descansar redundantemente, resolviendo los conflictos evidentes. 
    Aprendió a percibir, a mirar, a interiorizar, a creer y a entregarse por completo. Apreció lo que simboliza la palabra amor, y reveló que no existía modo de arrepentirse de lo que se da. Dar, sin recibir nada a cambio. 
    Y no quiso acostumbrarse a vivir sin amor después de conocerlo, no quiso conformarse con lo que el resto se conforma, no quiso seguir mirando sin mirar. Quiso cambiar, o mejorar, para sanar su ser, su alrededor, su mundo. 
    Nació sabiendo que la vida no era un lecho de rosas y vivió luchando para que esa vida se convierta en un lecho de rosas.